martes, 13 de enero de 2009

Regando

Regando, andaba regando mi ser por este mundo, donde había habido momentos de sequía, y de inundación ahí había estado. Elegía lo que regaba y también cuándo y dónde.
Hace algunos meses empecé, o más bien tomé conciencia de la extraordinaria labor que cumplía.
Regar no es una labor fácil, pero tampoco es considerada digna o deseable, se la ve como un oficio que cualquiera puede cumplir y para lo cual no se necesita estudio ni preparación.
Pues bien, heme aquí regando desde hace ya muchos años, inconsciente de la magnitud de mi trabajo.
Fue una noche de otoño cuando por primera vez y de un modo casi fortuito, tomé razón del don que mi labor requería. Aquella noche de otoño, de modo imperceptible empecé a regar lo que en ese momento semejaba un arbusto, frondoso y algo desvencijado. No tengo certeza de por qué lo hice, sólo fue producto del cumplir una labor que si bien había dejado de efectuar, me era inherente. El goce del momento, el regocijo de la acción, bien valieron la pena de gastar mi preciado elemento.
Cuál sería mi sorpresa al darme cuenta de que con el paso del tiempo el mencionado arbusto fue, con el tiempo y el agua, creciendo cada día más frondoso, pero aún más me sorprendía el ver cómo sus raíces se mostraban vigorosas y con el tiempo engrosadas y profundas.
No podía ni quería separarme de mi función y menos del tan querido arbusto. No me movía. Trataba de no alejarme para poder observar, generalmente con la luz de la luna y el amanecer, la maravillosa imagen de su desarrollo. Lo que más me impactaban eran sus raíces (creo que sólo por estos días me logro explicar el por qué) entreveradas, malformadas y algo viciosas.
Sólo me permitía algunos momentos para continuar regando el resto de las plantas que había tomado (o que por años habían estado) a mi cargo. Movilizarme se me hacía difícil y no lo podía explicar, no quería, ni tenía la necesidad. Esta surgió (la necesidad) duramente frente al cuestionamiento propio y ajeno, especialmente el propio. Cómo no hacerlo cuando vi con temor que uno de mis pies se había atorado entre las raíces del arbusto, sacarlo era dificultoso por no decir imposible. Me vi enfrentada a la toma de decisiones, cuestión fatal para una persona de mi tipo, absolutamente indecisa.
El suceso era vital, debía tomar una determinación la que sabía me provocaría dolor y nostalgia. Había que hacerlo pues mi labor debía continuar y tenía responsabilidades para con las otras plantas del lugar.
Llorando tomé un hacha, pequeña y filosa. Me oprimía el pecho cuando el reflejo de la luna destelló sobre ella. Con una discreta lágrima en mi cara y con manos temblorosas empecé a golpear las raíces de mi querido arbusto. Sabía que él no iba a morir, sabía que en el acto era más probable que el dañado fuera mi pie, pero no dudé en hacerlo, seguí lentamente hasta que en el corte final me desarmé en llanto no sólo por mi pie herido, no sólo por eso, sino que también por mi movilidad recuperada.

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